Su nombre tiene los resabios del gusto a tierra del río Uruguay. Dicen quienes lo recuerdan que nació en ese caserío que ya no se llama Arroyo de la China cuando el año ocho amanecía. Sostienen también que en esos campos irregulares, victimizados por las crecientes inesperadas, se hizo diestro con el puñal; que allí aprendió a lacear, a domar, y a bolear animales. Y allí aprendió también a hundir el acero en la carne. No mucho más se sabe de él pero se intuyen su barba oscura, sus ojos indómitos, su coraje –apenas como unas ganas de matar– y las geografías de su destino: las islas del sur, la babilónica Londres y el promontorio de Obligado. Pocos sabían su nombre verdadero, Antonio, se llamaba. Quienes lo conocieron le decían por su condición de pobre: Gaucho. Lo llamaban el Gaucho Rivero. Y fue el hombre que, una mañana de agosto de 1833, les arrebató las Islas Malvinas a los ingleses a fuerza de cuchillo e hizo que flameara la bandera azul y blanca en ese sur, que muchos pretendían que fuera de todos y ahora es de otros.

 

Rivero –dejaré el nombre de Gaucho para quienes lo conocieron– llegó a las islas en 1827 acompañando a Luis Vernet, un hombre de negocios que años después sería gobernador de las islas. No contaba con 20 años cuando sintió bajo sus pies la tosca, esa tierra húmeda, movediza, resbaladiza y fría característica de las islas. Ni cuando sintió el aire helado invadir sus fosas nasales e interrumpirle el pecho. Conocía el mar pero no sabía de la inmensa soledad de las islas. Eran un puñado de hombres los que viajaban con él. Apenas 20 o 30, muchos peones como él, y alguno que otro hombre de negocios que soñaba como el Sancho Panza del Quijote con tener una isla propia.

Fueron tiempos duros. Rivero, por esos años, conoció el dolor en las manos en invierno, la sequedad de la mirada por el incontrolable viento y el silencio que apenas quebraban los peones que, como él, vivían emponchados para combatir el invierno. Gustaba de conversar con “Brassido, Juan” y con “Luna, José María”, gauchos también, hombres de a caballo en tierras de mar.

 

La frialdad de las fechas relata que en el año ’29, Vernet recibió el cargo oficial de comandante político y militar de las Islas Malvinas. Y que el primer conflicto internacional lo protagonizó en agosto de 1831 al apresar a tres goletas balleneras norteamericanas que navegaban ilegalmente en aguas argentinas. Vernet parlamentó con los tres capitanes piratas y acordó viajar a Buenos Aires para iniciar un proceso en su contra. Llegados a la metrópoli, el representante de los Estados Unidos negó los cargos y ordenó al buque de guerra Lexington atacar las islas en represalia. Presurosa, la nave se dirigió al sur y, tras cañonear las defensas de las islas y encarcelar a sus habitantes, se apoderó de la plaza y su capitán pronunció una frase muy significativa: “Estas islas pertenecen al mundo.” Rivero, Brassido, Luna, entre otros, se escaparon al interior de la isla y vivieron ese período de ocupación como fugitivos, esperando que los yanquis decidieran abandonar las islas, cosa que los invasores hicieron un mes después.

 

Durante dos años, los habitantes de las islas se dedicaron a recomponer los destrozos hechos por los norteamericanos y a fortalecer las defensas de la isla. Vernet, desde Buenos Aires, le ordenó al sargento mayor de artillería Francisco Mestivier que restableciera el orden en Puerto Soledad. Poco duró la quietud.

 

Hacia fines del ’32, un motín acabó con la vida del artillero y la isla quedó al mando del teniente coronel de Marina José María Pinedo. Pero unos meses después, en enero del ’33, la corbeta inglesa Clío quebró el horizonte y comenzó a acercarse por esos revoltosos mares del sur hacia las islas. Rivero y los suyos la vieron acercarse con desconfianza. Y sus presagios se cumplieron.

El capitán John James Onslow puso pie firme en Soledad el 3 de enero de 1833 ante la pasividad de Pinedo y los suyos. Dominada la situación, arrió el pabellón azul y blanco –la bandera nacional por aquellas épocas no era celeste sino color azul profundo– e izó el trapo británico que aún hoy flamea en las islas. Vernet, que estaba en Buenos Aires, mandó rápidamente su renuncia como comandante de las islas. Pinedo, un hombre de mano lenta para la guerra y ligera para las renuncias, ordenó a sus soldados recoger los pertrechos y partió en la goleta Sarandí rumbo a tierra confederada. De esa manera, cuenta la historia verdadera, la de los libros polvorientos, los ingleses se adueñaron de las Malvinas.

 

Onslow no tenía la intención de quedarse a vivir en las furibundas islas del sur. Por eso nombró al inglés Matthew Brisbane y al francés Jean Simón, el siempre relegado capataz de Vernet, como autoridades máximas de la isla, y al irlandés William Dickson, administrador y almacenero oficial, el segundo cargo en importancia. El inglés había dado libertad de acción a sus delegados con la única condición de que en el mástil principal de Puerto Soledad flameara siempre la bandera de las tres cruces.

 

Pero la libertad en mano de los capataces significó poco más que la esclavitud para los gauchos. Las condiciones de trabajo se hicieron más duras: quedó prohibido para el gauchaje alimentarse de animales dóciles como las ovejas; y el jornal comenzó a pagarse con vales emitidos por Simón –pesos malvineros– que ni siquiera Dickson aceptaba en el único almacén de Puerto Soledad. Y como si esto fuera poco, debían soportar la bandera de los invasores danzando al compás del enrevesado viento isleño.

 

Masticaba odio Rivero mientras comía la testaruda carne de un animal salvaje o cuando recibía el desprecio del almacenero. Y comprendió que esa bandera era la causa de sus males, comprendió que la amistad del francés y el gringo con los nuevos dueños de la tierra iba contra sus principios. Primero habló con Brassido y Luna. Hubo un acuerdo, una alianza intuitiva contra los nuevos dueños del poder. Comenzaron a reunirse en las afueras del pueblo y, entre mateadas y fogones, mientras se alimentaban de animales cimarrones, llegaron a una conclusión: había que terminar con la justicia de los ingleses. El fuego le daba al rostro del Gaucho una tonalidad fiera, quizás el naranja pegado a los dientes o el rojo chispeante en los ojos. Rivero, acostumbrado a matar fieras, se inició en la idea de matar cristianos. Brassido y Luna asintieron.

 

Comenzaron a reunir armas y a reclutar a los indios agauchados: González, Manuel; Flores, Luciano; Zalazar, Felipe; Latorre, Marcos; Godoy, Manuel, son los nombres que figuran en el frío expediente que celosamente se guarda en Londres.

La furia estalló la madrugada del 26 de agosto. Rivero entró en la casa de Simón puñal en mano e hizo lo que sabía hacer: degollar. Y vindicó su destreza con el francés que apenas había abierto los ojos en su cama caliente. La carne cedió al acero y la sangré brotó como una revelación que no fue la única en esa helada madrugada roja. Brassido, Luna y los suyos desataron el horror en las calles de Soledad. Otros cuatro hombres conocieron la muerte esa mañana: Brisbane, el egoísta y expoliador Dickson, Ventura Pasos y un alemán de apellido Wagner.

 

Aquietado el músculo asesino, Rivero reunió a los suyos en la plaza de Soledad y replegó la bandera enemiga. No lo dicen las letras frías del expediente ni de la historia, pero la tradición oral asegura que se improvisó allí un bandera azul y blanca que fue, quizás, el pabellón más digno que flameó en esas tierras lejanas.

 

¿Mató Rivero por amor a la Patria? ¿Fue un héroe o un simple delincuente? ¿O acaso en estas tierras, debido a la crueldad de la dominación, la justicia sea negra y barbárica? Nos gusta creer que sí, que Rivero fue un patriota, sucio y brutal, es cierto, pero un valiente de los nuestros.

 

Las voces inglesas los acusan de delincuentes, los señalan como “indios y gauchos asesinos”, poco más que animales. Pero la historia argentina tampoco se ha puesto de acuerdo en cómo tratarlos. La academia ha cerrado la discusión creyendo a pie juntillas los expedientes británicos. Para el revisionismo, en cambio, Rivero fue el primer defensor de la soberanía nacional en las Islas Malvinas. Me gusta la explicación del historiador marxista Eric Hobsbawm, que escribió sobre los bandidos sociales –los Robin Hood que el pueblo admira– como personajes rurales que buscan “corregir los abusos” mediante una “justa venganza”, y los consideró una forma “primitiva de protesta”. Quizás, sin saberlo a ciencia cierta, el Gaucho hizo patria, así, en minúscula, sin la pompa ni el mármol de los grandes generales, pero con la segura certeza del hierro popular.

 

Poco duró la bandera azul y blanca en Soledad. En enero del ‘34 el buque Challenger y la embarcación Hopeful tocaron costa malvinense. De su vientre descendió una partida fuertemente armada que puso en fuga a Rivero y los suyos. La veintena de habitantes de la isla fue testigo de cómo los nuevos invasores, al mando del teniente Henry Smith, arriaron el casero pabellón argentino e izaron la prolija bandera británica.

 

Desde los cerros el gauchaje malo decidió presentar batalla a su manera, atacando inesperadamente a las patrullas que iban en su búsqueda: una mínima guerra de guerrillas que concluyó cuando Luna cayó detenido y traicionó a los suyos. Los británicos irrumpieron en la guarida de los criollos y los apresaron el 18 de marzo sin que estos pudieran siquiera defenderse. Hambrientos, muertos de frío, delgados, fueron engrillados y alojados en los calabozos de la alcaldía. Unos días después los cinco detenidos fueron embarcados en la nave Talbot rumbo a Londres.

 

El juicio militar a Rivero y los suyos fue una farsa. La acusación de traición a la Corona Británica fue desestimada de inmediato por la sencilla razón de que ninguno de ellos se había reconocido como súbdito de su Majestad. Los gauchos fueron mostrados como animales de circo y los fiscales, incluso, dudaron de su condición de seres humanos. El cautiverio en territorio enemigo duró prácticamente un año. En 1835, Rivero y los suyos fueron embarcados rumbo a Buenos Aires.

 

Dicen que los ingleses eran los dueños de su destino. Aquellos que lo quisieron ajusticiar en las islas lejanas del sur, los que quisieron colgarlo por traidor a la Corona en esa otra isla chúcara, los que estuvieron allí, demorados en el Paraná por las cadenas del general Lucio Mansilla. Porque fue justamente allí en la Vuelta de Obligado, ese heroico 20 de noviembre del 45, donde el Gaucho Antonio Rivero encontró el final de agua y de fuego que toda la vida lo anduvo buscando.

 

Fuente: Libro "Valientes" de Hernán Brienza. Publicado en Babel Digital