En ese sitio se pudo constatar que yacían inertes nueve bovinos muertos, uno al lado del otro y debajo de un añejo árbol de eucalipto. Los cadáveres no tenían ninguna herida visible, por lo que se dio intervención al veterinario policial Diego Irigoyen, quién con sus conocimientos profesionales estableció fehacientemente que habían dejado de existir producto de haber recibido en su totalidad la descarga eléctrica de un rayo, como consecuencia de las inclemencias del tiempo.
Dichos animales tenían como características haber sufrido una fulminación, por ejemplo que sus cueros estaban chamuscados, más la emanación de sangre por nariz y boca. Independientemente de estos signos clínicos, cabe señalar que se realizaron las pericias necesarias en el árbol, donde se comprobó las quemaduras de la corteza desde la punta del mismo hacia su extremo inferior, donde precisamente estaban resguardándose los vacunos.