Contrario a los grandes titulares y a las declaraciones rimbombantes de grupos neofascistas, la presión tributaria en Argentina, según datos oficiales, es de apenas del 29% del PBI. Este porcentaje está muy lejos de lo que ocurre en países “serios y del primer mundo”, cuyos ejemplos nos suelen enrostrar.
En Europa, la presión fiscal de Francia es del 47,3% sobre el total del PBI; en Italia del 43,5%; en Alemania del 41,3%; Países Bajos del 39,2% y en España del 37,3%.
Estos valores se mantienen en el viejo continente mientras en los países nórdicos, sinónimos de desarrollo humano sostenible, se observan los siguientes valores impositivos: Suecia 43%; Finlandia 42,9% y Noruega 42,4% sobre el total del producto.
Pero además, la Argentina no solamente cobra poco sino que también cobra mal.
La base tributaria de nuestro país son los impuestos sobre el consumo, lo que perjudica a los más pobres. Mientras que en los países del primer mundo, a los que pretendemos imitar, gravan los bienes personales y las rentas de las empresas y personas más pudientes.
Basta con sólo decir que uno de cada 5 pesos que ingresa a un hogar de bajos recursos se lo queda el Estado para darnos cuenta de lo que injusto que es el sistema.
Durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner se registró una medida importante pero insuficiente: la aplicación de retenciones a las exportaciones, que permite al Estado nacional quedarse con parte de la renta diferencial que obtienen quienes exportan bienes primarios, principalmente.
El desafío ahora no pasa por bajar los impuestos, que es el espejismo que nos quieren mostrar como panacea los sectores más beneficiados con el actual esquema, sino por cobrárselos a los que más tienen para poder generar políticas de inclusión y desarrollo que potencien el trabajo nacional y la justicia social.